Suecia y Dinamarca: I'm Lovin' It

Lunes 15 de noviembre de 2010. Alberto, Edu, Fer y un servidor nos encontramos en la Intermodal de Zaragoza para coger un AVE hasta Madrid. Una vez allí no tenemos mucho tiempo para llegar a Barajas, facturar y embarcar en un avión con destino a Copenhague. A esta ciudad le seguirán Malmö, Jönköping y Estocolmo. Ocho días de viaje y de un montón de anécdotas.

La primera no se hizo esperar. El viaje en AVE no tuvo nada de especial, salvo aquella tos permanente de la pasajera que teníamos enfrente. Todo cambió al llegar a Atocha. Teníamos como mucho una hora para llegar al aeropuerto, así que enseguida nos dirigimos a la zona de los taxis. Tras ver la fila que había en la parada de la estación, decidimos buscarnos la vida por las calles de Madrid, con la suerte de encontrar uno libre y con el maletero grande a la vuelta de la esquina.

Todo indicaba que teníamos la suerte de cara, que íbamos a llegar sobrados de tiempo, hasta que de repente nos encontramos en mitad de un atasco que parecía no tener fin. Los minutos pasaban y los nervios hacían su primera aparición, pero aún así, llegamos dentro del tiempo estipulado y facturamos el equipaje sin problemas.

Fue entonces cuando nos surgió un enorme dilema. Estaba claro que teníamos que comer algo, pero dónde: ¿Antes de pasar el control de embarque o después? Yo intenté aportar mi granito de arena: “Dentro suele ser más caro”. Dicha esta frase se acabó el dilema y nos dirigimos felices al McDonald’s. Sí, lo habéis leído bien: al McDonald’s. Y no importó que fueran las 10:30 horas, ni que en los siguientes días fuéramos a comer una y otra vez hamburguesas, ni que sólo quedara una hora para nuestro vuelo.

Un cuarto de hora después y con el estómago lleno ya estábamos listos para pasar el detector de metales, lo malo fue que mucha más gente también se sintió preparada para ello. Ni en Port Aventura había visto una fila semejante. Durante la primera media hora de espera, nuestra mayor preocupación fue que no íbamos a poder ir al Duty Free. En la siguiente media hora ya nos preguntábamos si llegaríamos a coger el vuelo.

Nuestro avión salía a las 11:45 horas y no miento cuando digo que Fer y yo pasamos el detector de metales a las 11:44. Y digo Fer y yo porque Alberto y Edu, siguiendo el instinto del primero, se pusieron detrás de una señora que llevaba más cosas en su bolso que Mary Poppins, por lo que estuvo unos cuantos minutos tratando de pasar el control.

Viendo el panorama, Fer y un servidor salimos disparados hacia nuestra puerta de embarque, la J44. Derecha, escaleras abajo, izquierda, de nuevo izquierda y ahí debía estar. Yo, con las prisas, ni me fijé y seguí corriendo, hasta que me di cuenta que tras la J33 se encontraba la J32. Media vuelta y a seguir corriendo.

No es una excusa, pero yo buscaba una puerta en la que la gente estuviera embarcando. Lógicamente, cuando llegué a la J44 no había ni rastro de ningún pasajero, ya que todos se encontraban en el interior del avión a la espera de que llegaran de una vez los cuatro tardones de turno. Nada más llegar, Fer y yo nos encontramos con dos azafatas con cara de mala leche y mirando continuamente el reloj:

-¿Van a Copenhague?
-Sí.
-¿Pero no eran cuatro?
-Sí, pero los otros dos están pasando… eso… lo de los metales.
-¿Van a embarcar o no?
-Sí, pero les esperamos.
-Lleguen o no lleguen, ¿van a embarcar?
-Sí, sí, pero vamos a esperarles que están a punto de llegar.
-Si embarcan tienen que hacerlo ya, si no hay que llamar a que retiren sus maletas.
-Vale, ya embarcamos.

Llegamos al avión y yo sigo insistiéndole a la azafata jefe, incluso diciéndole que si es preciso me meto a la cabina del avión para convencer al piloto. La táctica de ser pesado dio sus frutos y me dijo que esperarían con la condición de que me sentara ya en mi asiento. Aún así, llamé a Alberto para meterles prisa:

-¿Dónde estáis?
-En el control de pasajeros.
-¿Aún estáis ahí? Daros prisa, que de momento he conseguido que os esperen, pero si tardáis mucho no sé si os dejarán embarcar. Es la puerta J44, saliendo del control a la derecha, bajáis las escaleras y ahí seguís los carteles. ¿Pero por qué estáis aún ahí?
-Teníamos una señora delante que ha tardado mil años en pasar y justo ahora le han pitado las zapatillas a Edu.
-Vale, pero daros prisa.

Pasan los minutos, no sé si muy despacio o muy deprisa. Son ya las 11:57 horas y yo veo el odio en los ojos de la tripulación. Llamo a mi madre para decirle que estamos en el avión, aunque no todos, y tras colgar, mi móvil no reacciona. Quiero volver a llamar a Alberto y Edu, pero es imposible. Entonces le digo a Fer: “Dales un toque a estos”. Y él, totalmente despreocupado y como si la cosa no fuera con él, me dice: “Imposible, ya he apagado el teléfono”. El clásico ‘no mires atrás, ya han muerto’.

Las 11:59 horas y justo en esos momentos parece que hay movimiento entre la tripulación. Edu y Alberto ya habían llegado a la puerta de embarque. Me imagino la cara de asombro de la azafata cuando los vio llegar: los dos sudados y Edu con las zapatillas en la mano. Y es que hubiera pagado todo el oro del mundo por verle bajar las escaleras mecánicas a todo correr y descalzo. He aquí la última conversación de la historia:

-¿Es el vuelo a Copenhague?
-Sí, pero no sé si les van a dejar pasar. Voy a llamar… Gordi, aquí hay dos pasajeros más… Sí, son ellos… Podéis pasar.

Cuando los dos entraron en el avión no hubo ni aplausos ni malas caras. Puede que fuera por la cultura escandinava predominante entre los pasajeros o puede que fuera por la pena que daba Edu, totalmente asfixiado por el esfuerzo y con las zapatillas y el cinturón en las manos. Ya sólo quedaba sentarnos, abrocharnos los cinturones, apagar nuestros móviles y jugar al tute. En mi caso, perder al tute.